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La oración contemplativa
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El hombre es el ser con un misterio en su corazón, que es mayor que él mismo. Está construido como tabernáculo, ceñido de un misterio sagrado. Cuando la Palabra de Dios le pide morar en él, no necesita disponerle artificiosamente su centro. Su ser más íntimo es disponibilidad, escucha, percepción, voluntad de entregarse a mayores, de hacer valer la verdad más profunda, de rendir las armas ante el amor de largo alcance.
Cierto, este santuario está en el pecador abandonado y olvidado, cochambroso, convertido en sepulcro y leonera, y exige un esfuerzo -el esfuerzo precisamente de la oración contemplativa- para desescombrarlo y hacerlo habitable al Espíritu Santo, pero no se necesita construirlo. Ahí está en el espacio vital del hombre desde siempre.
Por eso, la inefable relación del hombre con la Palabra de Dios -con la dicha y admiración inagotables de todos los orantes- comporta siempre de consuno dos cosas: la vuelta al yo más íntimo y la salida del yo al Tú altísimo. Dios no es el Tú como si fuera respecto a mí otro yo extraño. Está en el yo, pero también sobre el yo; por estar sobre el yo como Yo absoluto, está en el yo humano como su más honda raíz y fundamento, “más íntimo a mí que yo mismo”.
“Sin embargo jamás puede el hombre a partir de su naturaleza averiguar la voluntad de Dios, la meta de su vida. Esto sería exigir a la esclava lo que sólo el Señor puede dar. “Como los ojos de una sierva en la mano de su señora, así nuestros ojos en Yahvé nuestro Dios” (Ps 122, 2).”
Esta mirada es la contemplación. Es un mirar adentro, en los hontanares del alma, y, por lo mismo, mirar también arriba, por encima del alma, a Dios. Cuanto más encuentra a Dios, más se olvida el hombre de sí y, no obstante, se encuentra en él. Es un mirar, de hito en hito, pero que siempre y hasta el extremo es un “oír” porque lo contemplado es la persona libérrima e infinita, que desde su profundidad puede siempre donarse libremente de modo nuevo, insospechado e imprevisible. Por eso, la Palabra de Dios no es algo acotado que puede contemplarse a la manera de un paisaje definido; es más bien una novedad constante, como agua de un manantial o como rayos de un foco. Y así “no basta mantener la mirada” y “saber los testimonios de Dios”, sino se toma y se bebe constantemente de las fuentes de la luz eterna” (San Agustín).”
Esto resulta claro para quien ama. El rostro y la voz del amado le son en cada momento tan novedosos como si nunca antes los hubiera visto y oído. Ahora bien, el ser de Dios, que se nos revela en su Palabra, no es sólo para los ojos enamorados, sino en sí, en suma objetividad, lo siempre y cada vez nuevo, la maravilla a la que ni los serafines ni los santos pueden “habituarse” en toda la eternidad y, por el contrario, cuanto más la contemplan, más largo desean contemplarla”.
“Mientras estemos bajo la ley del pecado, esta plenitud llevará siempre un rasgo doloroso. Tenemos que renunciar a lo propio, porque lo propio ataja el espacio que la Palabra de Dios requiere en nosotros. Y la Palabra tiene un carácter combativo: como “espada” y “fuego”-sus propiedades más peculiares- tiene que conquistar en nosotros el lugar sin el que no puede estar.”
Comentarios
Gracias.
Un beso, querida amiga.