En el desierto los israelitas caminan como pueblo. Todos han
sido arrojados al desierto, todos sienten la misma sed y el mismo miedo, todos
tienen la misma esperanza de una tierra nueva. Se miran unos a otros y pueden
ver el mismo barro anhelante de vida. Por muy distintos que sean pertenecen al
mismo pueblo arrojados a esa “tierra poblada de aullidos”.
El paso por el desierto es una oportunidad única para
reconocernos miembros de una misma humanidad necesitada de comprensión, ayuda y
esperanza; para aprender a caminar juntos compartiendo la vida. Aunque es
verdad que en el desierto la tentación del “sálvese quien pueda” se hace más
fuerte.
Venir al desierto que se nos ha metido en casa en este
tiempo de cuaresma significa preguntarnos si nos ha servido para acercarnos más
a los demás o para preocuparnos solo de nosotros mismos.
En el salmo 103 un creyente bendice al Señor que es
compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; no está siempre
acusando ni guarda rencor perpetuo; no nos trata como merecen nuestros pecados
porque se acuerda de que somos de barro.
Qué grande si en el desierto que estamos atravesando
aprendiéramos a comprender a los demás al sentir nuestro propio barro, y
finalmente pudiéramos decir juntos: Bendigamos juntos al Señor que acompañando
el camino de nuestros desiertos nos enseñó la ternura y la compasión.
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