Interrumpir el odio. Cuaresma 2022

 Siendo adolescente, Franz Jalics fue enviado a Alemania para adiestrarse, durante la Primera Guerra Mundial. En Nuremberg, por la mañana, fue sorprendido junto a sus compañeros por una lluvia de bombas. Refugiado en un sótano, oyó encima de su cabeza las terribles detonaciones y sintió una ira irreprimible, fruto de la impotencia más absoluta: iba a morir y no podía hacer nada por impedirlo. Estaba aterrorizado. Pero entonces lo visitó una paz desconocida. Supo de la presencia de Dios en medio de aquel apocalipsis. «El sentimiento de hallarse protegido». De manera que cuando emergió del sótano, abriéndose camino a través de los escombros y las cenizas, era un joven serenado y dispuesto para ayudar.  

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Escribió Thomas Merton que el miedo es el principio del odio y que el odio es el principio de todas las guerras. Y el odio más peligroso no es el que sentimos los unos hacia los otros sino hacia nosotros mismos, un odio anterior y más enraizado. Pues nos hace ver nuestro mal en los demás y nos incapacita para la convivencia. En el origen de todas las guerras hay un hombre que no sabe soportarse y vive con grandes divisiones. Un hombre que sufre, después de todo. Se sabe, nuestra relación con los demás depende de nuestra relación con uno mismo. Es la misma tesis del psicólogo social Arno Gruen, que psicoanalizó a cantidad de personas que vivieron la tragedia nazi, a uno y otro lado: 

El odio a los demás siempre tiene que ver con el odio a uno mismo. Si queremos entender por qué las personas torturamos y humillamos a otras personas, antes tenemos que analizar lo que detestamos en nosotros mismos. Pues el enemigo que creemos ver en otras personas tiene que encontrarse en nuestro propio interior. 



Para Gruen, la solución es afrontar el dolor propio y fortalecer la vida interior. De modo que el destino del mundo depende de cómo digo los buenos días o cómo hago mi cama. Todo cuanto hacemos a solas modifica la realidad colectiva. El mismo Jalics, tiempo después del bombardeo, se daría cuenta de esto mismo durante su secuestro. Cuando trabajaba en Buenos Aires, en una barriada pobre, fue secuestrado junto a otro cura durante meses. En el tiempo del cautiverio Jalics, igual que le ocurriera debajo de las bombas, sintió que la ira lo dominaba. Pero de manera gradual, repitiendo sin descanso el nombre de Jesús, pudo perdonar a sus secuestradores. Y su perdón detuvo el odio. Me acuerdo también de Franz Jägerstätter, el objetor de conciencia que ha retratado Terrence Malick en Vida oculta, y que escogió no alistarse aun sabiendo que aquella decisión le costaría la vida. Son personas que en una época sombría apostaron por la luz, camino de la muerte. 

Si el hombre con miedo es el origen de todas las guerras, el remedio es un hombre sin miedo. Un hombre sin miedo es el hombre que perdona a sus enemigos. Fue el hijo de un carpintero hebreo quien supo interrumpir el odio con una mansedumbre extraterrestre, haciéndose despreciable y muriendo igual que los criminales de la época, sin esquivar la brutalidad de sus verdugos. Bastaron tres años de su vida para cambiar el rumbo de la historia. Insisto: es normal sentir la tentación de la desesperanza, una lógica pesadumbre ante la actualidad. Pero no tengo duda de que ahora, mientras escribo y muchas personas mueren brutalmente o escapan con su familia bajo los copos de nieve, hay benditos que, aunque nadie nunca los celebre ni sepamos sus nombres, salvarán este mundo del infierno interrumpiendo el odio.


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