Palabra y silencio
Es necesario el silencio interior y exterior para poder escuchar la Palabra. Se trata de un punto particularmente difícil para nosotros en nuestro tiempo. En nuestra época no se favorece el recogimiento; es más, a veces da la impresión de que se siente miedo de apartarse, incluso por un instante, del río de palabras y de imágenes que marcan y llenan las jornadas. Hay necesidad de educarnos en el valor del silencio: Redescubrir el puesto central de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia quiere decir también redescubrir el sentido del recogimiento y del sosiego interior. La gran tradición patrística nos enseña que los misterios de Cristo están unidos al silencio, y sólo en él la Palabra puede encontrar morada en nosotros, como ocurrió en María, mujer de la Palabra y del silencio inseparablemente.
Este principio —que sin silencio no se oye, no se escucha, no
se recibe una palabra— es válido sobre todo para la oración personal, pero
también para nuestras liturgias: para facilitar una escucha auténtica, las
liturgias deben tener también momentos de silencio y de acogida no verbal.
Nunca pierde valor la observación de san Agustín: «Cuando el Verbo de Dios
crece, las palabras del hombre disminuyen»
Los Evangelios
muestran cómo con frecuencia Jesús, sobre todo en las decisiones decisivas, se
retiraba completamente solo a un lugar apartado de la multitud, e incluso de
los discípulos, para orar en el silencio y vivir su relación filial con Dios. El silencio es capaz de abrir un espacio
interior en lo más íntimo de nosotros mismos, para hacer que allí habite Dios,
para que su Palabra permanezca en nosotros, para que el amor a él arraigue en
nuestra mente y en nuestro corazón, y anime nuestra vida. Por lo tanto, la
primera dirección es: volver a aprender el silencio, la apertura a la escucha,
que nos abre al otro, a la Palabra de Dios.
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