Ir al desierto


Ir al desierto no es más que escuchar el desierto que vive y viaja con nosotros; ese desierto hecho de soledad o de heridas infectadas en el alma o de pecados arraigados en el cuerpo o de impotencia y debilidad agudas.

Ir al desierto no es más que abrir el corazón a la hondura escondida de nuestra pobreza disimulada bajo ropajes pomposos con los que queremos brillar.

Ir al desierto no es más que reconocer tras el ajetreo que nos entretiene el sabor de muerte que nos acompaña y del que huimos constantemente buscando siempre algo nuevo que hacer, que decir, que vivir.

Ir al desierto no es más que decir con humildad: “Sólo tu amor nos salva, Señor”, y dejar que Dios haga brotar allí mismo una fuente de agua viva que vivifique lo que somos para que lo que somos vivifique el mundo en el silencio alegre de la vida común.



 

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