Palabras desde el silencio de medianoche
Por un ventanuco de aquella cueva-establo vi parpadear las estrellas. Cerré los ojos. Advertí que se aproximaba el momento. De pronto sentí como que mi cuerpo fuera a estallar. Me concentré igual que en mis mejores instantes de contemplación y la alegría de mi ser más profundo tomó la forma de una paz sin límites.
Sin dolor, fluidamente, Jesús brotó de mis entrañas y lloraba hecho un niño sobre el suelo del establo que en esos momentos parecía el cielo cubierto de estrellas. Mi hijo, el Hijo del Hombre, estaba allí recién nacido.
Lo cogí entre mis brazos como si abrazara el aire. No se había abierto la tierra. Era yo la que me había abierto a su luz.
Lo abracé llorando. Mis lágrimas se mezclaron con las suyas y aquel establo inmundo me pareció el centro de todos los mundos posibles.
Era como si el Dios, que había sentido tantas veces como luz, hubiera tomado forma de débil criatura, o como si el sol hubiera amanecido definitivamente y al mismo tiempo en todas las noches de la tierra.
Mis lágrimas tropezaban con mis risas y ya me daba igual dónde me encontrara: si en la tierra o en el cielo, en una cueva o en un palacio. El era mi príncipe, mi centro, mi querubín, y estaba allí, había venido.
Todo había sucedido tan sencilla y naturalmente que sólo podía ser sobrenatural.
No sabría definir la paz que flotaban en aquel establo. Lo acosté en el pesebre y enseguida abrió sus ojillos para mirarme y nuca sabré expresar cómo me sentí.
Quizá la mimada de Dios. Quizá la esclava del Señor. Quizá la madre. Quizá la muchacha eterna que nunca dejaría de ser. La luz me miraba. El mar me miraba. Las estrellas me miraban.
Sin dolor, fluidamente, Jesús brotó de mis entrañas y lloraba hecho un niño sobre el suelo del establo que en esos momentos parecía el cielo cubierto de estrellas. Mi hijo, el Hijo del Hombre, estaba allí recién nacido.
Lo cogí entre mis brazos como si abrazara el aire. No se había abierto la tierra. Era yo la que me había abierto a su luz.
Lo abracé llorando. Mis lágrimas se mezclaron con las suyas y aquel establo inmundo me pareció el centro de todos los mundos posibles.
Era como si el Dios, que había sentido tantas veces como luz, hubiera tomado forma de débil criatura, o como si el sol hubiera amanecido definitivamente y al mismo tiempo en todas las noches de la tierra.
Mis lágrimas tropezaban con mis risas y ya me daba igual dónde me encontrara: si en la tierra o en el cielo, en una cueva o en un palacio. El era mi príncipe, mi centro, mi querubín, y estaba allí, había venido.
Todo había sucedido tan sencilla y naturalmente que sólo podía ser sobrenatural.
No sabría definir la paz que flotaban en aquel establo. Lo acosté en el pesebre y enseguida abrió sus ojillos para mirarme y nuca sabré expresar cómo me sentí.
Quizá la mimada de Dios. Quizá la esclava del Señor. Quizá la madre. Quizá la muchacha eterna que nunca dejaría de ser. La luz me miraba. El mar me miraba. Las estrellas me miraban.
¿Qué cómo era El? No lo puedo describir. Prefiero que os lo imaginéis. Porque, si cerráis los ojos, cada uno de vosotros lo lleváis, como yo lo llevé siempre, en vuestras entrañas, en un lugar secreto y a veces desconocido del corazón.
P.L.
Santa y Feliz Navidad, con mis mejores deseos hechos oración por todos.
Comentarios
Feliz y Santa Noche de Navidad. Un abrazo
Un abrazo
me ha encantando.
Feliz Navidad, amiga.
Un abrazo