Corpus Christi
SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI - CICLO C
(Gn 14,18-20; Sal 109,1-4; 1Cor 11,23-26; Lc 9,11b-17)
“Despide a la gente; que vayan a las aldeas de alrededor a buscar alojamiento y comida”. Esto es lo que le dicen los discípulos a Jesús cuando atardece. Y, sin embargo, el Señor quiere darles de comer. Ellos no lo entienden, y piensan que no habrá suficiente, pero hay que ir más al fondo de las palabras, porque Jesús está hablando del nuevo maná que Dios quiere repartir y que no es sino su propia vida entregada a todos.
No han comprendido los discípulos. Jesús no quiere dar unas palabras para que la gente tenga un poco más de sabiduría para afrontar la vida y, por tanto, después de escuchar a Jesús ya se podrían ir. O solo dejar notar una presencia fugaz, brillante y milagrosa de Dios donde los problemas queden algo disminuidos. No, antes de irse, la gente tiene que comer porque Jesús quiere quedarse con ellos, unido a su vida por dentro. Comer, hacer del pan y del pescado algo que sea su mismo cuerpo; hacer de lo que sale de las manos de Jesús, de su voz, de su vida, algo propio.
No tiene miedo Jesús al contacto con nuestro cuerpo y con todas sus miserias. Quiere que comamos, que comulguemos, que le acojamos en nuestra vida tantas veces mediocre y claramente mejorable. Porque sabe que, al comerle, al dejarle ser uno con nosotros, nuestra vida se llenará de una vitalidad nueva que sabrá vivir lo mejor con gratitud y generosidad, y lo peor con humildad, confianza y lucha por alcanzar la altura de nuestra vocación: ser uno con él en la misma vida de Dios.
Mientras, hay que masticarle, y aunque parezca que le hacemos daño con nuestras miserias, esta es la cruz que él acepta para redimirnos. Jesús quiere unirse a nuestra vida como se unió a la vida del mundo por la encarnación. Quiere transformarnos poco a poco desde dentro. Solo es necesario ser honestos con él. Esto es lo que celebramos hoy, el don de su vida en la nuestra. Celebramos que se nos ha dado como comida de vida eterna. Y celebramos para comulgar, no solo ni fundamentalmente para mirar y adorar.
Por eso, la forma de custodiar a Jesús no es llevarlo en un ornamento brillante con la máxima solemnidad, esto solo es un reflejo, no pocas veces engañoso, de la vida de fe. La forma de custodiarle es comulgarle e intentar que su presencia se deje ver en la nuestra para que así brille la gloria de Dios que siempre quiso vestir nuestras vidas con la luz de su amor.
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