Christian Bobin
Cuando muere un autor al que he frecuentado, tomo uno de sus libros y lo abro por una página al azar. Lo hice en su momento con Scruton y con Jiménez Lozano, y lo hago ahora con el genial maestro de Jesús Montiel, Christian Bobin, que falleció hace unos pocos días. Me digo a mí mismo que es un modo de descubrir las últimas palabras que el autor reservó para mí, de descubrir aquello por lo que él quería que yo lo recordase, eso que deseaba grabar en la piedra de mi memoria.
Ayer abrí Resucitar (Encuentro, 2017) por una página que contenía este aforismo: "He apostado todo mi ser por un amor que no puede entrar en este mundo aun cuando ilumina todos sus detalles". Celebro este capricho del azar. El aforismo no puede resumirnos mejor la literatura de Bobin, que consagró su vida a mostrar cuanto de sobrenatural hay en lo natural y que miraba las cosas como a pocos, muy pocos, les es dado hacerlo: a sus ojos la normalidad era excepción y la nimiedad era prodigio. Bobin daba continuamente las gracias porque el mundo se le presentaba tal y como es: milagroso y mágico. Siempre tenía algo sobre lo que escribir porque para él no había nada indigno de ser cantado, tan sólo trovadores incapaces de hacerlo.
(...)
Dios es distinto del mundo, claro, pero está presente en él. Lo trasciende, pero también lo habita. Está presente en su creación de un modo mucho más íntimo que el pintor en su cuadro o el escritor en su poema. La obra de arte sobrevive a su artífice, se escinde de él tras el acto creador. No ocurre así con Dios y sus criaturas. Él está en la margarita, en la abeja que la ronda, en la persona que hace aspavientos. Su Presencia permite su presencia. Las está creando constantemente, las sostiene en el ser como las corrientes de aire sostienen a las rapaces que planean. "Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria, Señor".
Para hallar a Dios, para entrar en comunión con Él, no hay que soslayar las cosas, sino mirarlas más profundamente, justo como Bobin hacía: aguzar el oído hasta descubrir en el gorjeo del pajarillo un eco de la Palabra creadora, centrar la vista hasta entrever en el abrazo de una madre el preludio, la promesa, de un amor más perfecto. No hay que elegir entre Dios y el mundo, entre Dios y todo lo demás. (...) Contemplando el mundo, ¡cantando sus prodigios!, contemplamos y cantamos también a quien lo creó y sigue creándolo. Amamos bien las cosas ―a la margarita, a la abeja, al hombre― si antes hemos amado a Dios, pero sólo amamos bien a Dios si amamos también las cosas. No hay rivalidad, sino dependencia. Lo sobrenatural se manifiesta en lo natural, es una epifanía, es como el rostro que los niños descubren dibujado en las nubes.
Existe la tentación, no obstante, de olvidarse de Dios y de centrarse en las cosas, de desvelarse sólo por la margarita, por la abeja, por el hombre porque así, de algún modo, indirectamente, uno se desvelaría también por Dios. Conviene rehuirla igual que se rehúyen las demás tentaciones. Sólo amando a Dios concibe uno el mundo como el don de un amante, sólo concibiendo el mundo como el don de un amante puede contemplarlo uno como milagroso. Es justo eso lo que nos enseña Bobin: miramos bien las cosas cuando profesamos un amor que, aun trascendiéndolas, "ilumina todos sus detalles".
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