Nuestra vocación
"ANSIO TU NOMBRE Y TU RECUERDO"
Isaías 26,8
De la carta de San Agustín a Proba
Deseemos siempre la
vida dichosa y eterna, que nos dará nuestro Dios y Señor, y así estaremos
siempre orando. Pero, con objeto de mantener vivo este deseo, debemos, en
ciertos momentos, apartar nuestra mente
de las preocupaciones y quehaceres que, de algún modo, nos distraen de él y
amonestarnos a nosotros mismos con la oración vocal, no fuese caso que si
nuestro deseo empezó a entibiarse llegara a quedar totalmente frío y, al no
renovar con frecuencia el fervor, acabara por extinguirse del todo.
Por eso, cuando dice el Apóstol: Vuestras peticiones sean
presentadas a Dios, no hay que entender estas palabras como si se tratara de
descubrir a Dios nuestras peticiones, pues él continuamente las conoce, aun
antes de que se las formulemos; estas palabras significan, mas bien, que
debemos descubrir nuestras peticiones a nosotros mismos en presencia de Dios,
perseverando en la oración, sin mostrarlas ante los hombres por vanagloria de
nuestras plegarias.
Como esto sea así, aunque ya en el cumplimiento de nuestros deberes,
como dijimos, hemos de orar siempre con el deseo, no puede considerarse inútil y vituperable el entregarse largamente a
la oración, siempre y cuando no nos lo impidan otras obligaciones buenas y
necesarias. Ni hay que decir, como algunos piensan, que orar largamente sea lo
mismo que orar con vana palabrería. Una
cosa, en efecto, son las muchas palabras y otra cosa el efecto perseverante y
continuado. Pues del mismo Señor está escrito que pasaba la noche en
oración y que oró largamente; con lo cual, ¿qué hizo sino darnos ejemplo, al
orar oportunamente en el tiempo, aquel mismo que con el Padre, oye nuestra
oración en la eternidad?
Se dice que los
monjes de Egipto hacen frecuentes oraciones, pero muy cortas, a manera de
jaculatorias brevísimas, para que así la atención, que es tan sumamente
necesaria en la oración, se mantenga vigilante y despierta y no se fatigue
ni se embote con la prolijidad de las palabras. Con esto nos enseñan claramente
que así con no hay que forzar la atención cuando no logra mantenerse despierta,
así tampoco hay que interrumpirla cuando puede continuar orando.
Lejos, pues, de nosotros la oración con vana palabrería;
pero que no falte la oración prolongada,
mientras persevere ferviente la atención. Hablar mucho en la oración es como
tratar un asunto necesario y urgente con palabras superfluas. Orar, en cambio, prolongadamente es llamar
con corazón perseverante y lleno de afecto a la puerta de aquel que nos escucha.
Porque, con frecuencia, la finalidad de la oración se logra más con lágrimas y
llantos que con palabras y expresiones verbales. Porque el Señor recoge
nuestras lágrimas en su odre y a él no se le ocultan nuestros gemidos, pues
todo lo creó por medio de aquel que es su Palabra, y no necesita las palabras
humanas.
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