pequeñez y grandeza

 ¿Sigue diciéndonos algo la parábola de la semilla de mostaza, ella misma tan pequeña y tan inmensamente sugerente? ¿Sigue hablándonos de Dios y del espacio de su acción?


A mí me habla de un Dios pequeño, muy pequeño. Un Dios que se empequeñece hasta el límite para enterrarse en nuestro mundo y fecundarlo con su presencia. Un Dios cuya pequeñez puede llamarse discreción, cercanía interior, íntima que hace su trabajo para que el barro de su creación se llene de vida. Un Dios que está sin llamar la atención más que a aquellos que saben reconocer el don esparcido de su fecundidad.

A mí me habla de un Dios grande, muy grande. Un Dios que se ensancha hasta el límite para acoger incluso lo que parece no caber en él. Un Dios cuya grandeza puede llamarse hospitalidad, apertura interior, íntima de su ser que tiene lugar para que la vitalidad y el cansancio, la alegría y la tristeza, la vida y la muerte quepan en su ser encontrando descanso, consuelo y plenitud. Una grandeza que está ahí como un arco iris, con la promesa de la vida abierta a los que miren más allá de sí y también a lo que no saben mirar, porque es más grande que la fe más grande.

A mí me habla del camino nuevo de una pequeñez y una grandeza hechas con las medidas de Dios y no con las nuestras. Una pequeñez salvífica y una grandeza salvífica también.


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